#CDMA: Cómo volver a creer en el amor

De adolescente, a mi mamá no le encantaba que le contara mis penas románticas. No es que no las quisiera escuchar, sino que las juzgaba con la medida de un adulto con verdaderos problemas. Tampoco me ignoraba, su devoción a la maternidad y su deber de madre la obligaban a soplarse los relatos de mis infortunios amorosos. La verdad, no sé para qué se los contaba, porque de ella obtenía siempre la misma recomendación, “No le escupas al cielo”, acompañada de un gesto de aburrimiento.

Y en el fondo tenía razón. Comparado con las miles de auténticas tragedias que ocurren todos los días en el mundo, un corazón roto no es tan malo. Lo que mi madre no consideraba es que aun siendo un mal sentimental, de todas formas causa una herida dolorosa que hay que dejar sanar.
El proceso es completamente personal y no existe fórmula secreta, remedio milagroso o manual para volver ensamblar nuestros pedazos. Cualquiera que diga que existe está mintiendo. Incluso quienes lo han asociado al helado, como tantas veces hemos visto en el cine cuando un despechado saca un bote del refrigerador y le clava una cuchara. En mi experiencia, el proceso quita el sueño, el hambre y muchas veces las ganas de vivir. Todos, síntomas normales de un duelo; que toma tiempo y no hay forma de predecir su duración. La única certeza es que algún día pasará.

Una vez que transcurre esta etapa y se está listo para volver al terreno de juego, hay secuelas que perduran dependiendo la intensidad de la ruptura. Cuando fue lacerante, si existió traición, decepción o, simplemente, la pérdida dejó un vacío demasiado grande, reintegrarse al juego del romance es complicado. Al fin y al cabo, es una cuestión de supervivencia y, ¿quién quiere pasar nuevamente por ello? Para muchas personas es mejor acostumbrarse a la paradójica felicidad que conlleva la soledad.

Hace unas semanas terminé una relación muy larga. Al enfrentarme con el departamento que mi pareja y yo rentamos por tres años, lo primero que hice fue reacomodar los cuadros. Cuando quité sus fotos, los huecos que ella dejó en mi vida se manifestaron en los muros vacíos de la casa.

Al tratar de llenarlos encontré arrumbado un póster de la célebre fotografía de Robert Doisneau, Le baiser de l'hôtel de ville, una imagen que en algún momento de mi adolescencia había idealizado como la mejor representación del amor: el beso arrebatado de una joven pareja caminando frente al ayuntamiento de París, mientras el resto de los transeúntes pasan desapercibidos. Me hizo desear experimentar esa pasión capturada espontáneamente por el artista.

Décadas después me enteré de que la foto no tenía nada de espontánea y que sus protagonistas eran actores posando para el fotógrafo. Junto con esta decepción vinieron otras, entre ellas, las que trataba de contarle a mi madre.

Mientras sostenía el cuadro de Doisneau, la imagen cobró un tercer significado en mi vida. Lo que pensaba que era un documento fidedigno sobre la existencia del amor, se convirtió en una farsa y ahora, al admirarla de nuevo, un recuerdo de aquello con lo que yo soñaba de joven. Quizá el concepto del amor romántico es tan falso como la foto en sí, pero el dolor que uno sufre cuando lo pierde es muy real. Igual de real que las experiencias que se viven durante la relación: la química, el compañerismo, la sorpresa, el apoyo, los detalles, la confianza, la sinergia y la complicidad. Todo aquello que hace que valga la pena intentarlo de nuevo.

Desempolvé el cuadro y lo coloqué debajo de una viga de madera, cuya iluminación hace de ese espacio el muro de honor de mi casa.

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