#CDMA: El mejor repelente contra los metiches

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Hay una frase subestimada que deberíamos escuchar con mayor frecuencia en los diálogos casuales: “¿Qué te importa?”.

Son tres simples palabras que forman una pregunta retórica y que abren una brecha entre los interlocutores. Decirle esto a alguien, aunque pueda parecer una agresión, es un recurso útil para establecer límites, no agravar un conflicto o entrar en discusiones peores.

A pesar de ello, solemos quedarnos con las ganas de enunciarla cada vez que alguien se entromete en lo que no debería. La ira se acumula en el interior, recorre hasta el último vaso sanguíneo y desemboca en la frontera entre los labios y el exterior, pero la fuerza que mantiene los dientes atrancados nos obliga a tragarnos las palabras enjuagadas con saliva. Si gozáramos de mayor libertad para soltarlas sin recelo, viviríamos en un mejor planeta.

Presencié una situación así hace apenas unas noches, cuando fui a un bar con un amigo y sus nuevos compañeros de oficina.

—No los conozco tanto —me advirtió Eduardo en el Uber—, espero que te caigan bien.
—No importa. No tenía otra cosa que hacer y llevaba una semana de encierro por la influenza —contesté.

Llegamos a un pequeño bar que anunciaba en un pizarrón piramidal las promociones del día, escritas con un sentimiento de urgencia. Lo interpreté como un mal augurio y no me equivoqué. Eduardo me presentó con sus colegas de finanzas, que se levantaron para saludarme con distintos grados de efusividad. Unos me abrazaron igual que antiguos amigos de secundaria y otros con absoluta indiferencia. La más recatada fue Alicia, una joven ejecutiva que de no ser porque trabajaba con ellos, probablemente estaría en su casa viendo alguna serie, acariciando a su gato y tomando té de jazmín.

No pasó mucho —un par de rondas de tequila— para que el grupo se volcara sobre Alicia. El espectáculo de los animales en celo peleando por el afecto de una hembra hizo insoportable el resto de la noche. Lo curioso es que ésta no era acechada con halagos o demostraciones de cariño: los cinco integrantes de la mesa se lanzaron en una campaña de desprestigio en contra de otra persona que no estaba en el lugar.

—Tienes novio, ¿verdad Alicia? —preguntó uno.
—Porque no sabe atesorar a su mujer —respondió otro—. Si yo fuera este fulano, no te dejaría sola ni un minuto.
—¿Y cómo se llama? —cuestionó alguien más.
—Manuel —murmuró Alicia.
—¿A qué se dedica Manolete? —dijo el que parecía sapo vestido de traje y corbata.
—Es músico —dijo ella entre dientes.
—¿Y qué toca? ¿Las maracas? —bromeó el primero y el resto soltó una carcajada al unísono.

Estupefacto, volteé a ver a Eduardo, quien encontraba irreconocibles a sus colegas.

—No les contestes —sugirió Lalo.
—No me importa —levantó la voz Alicia—. Si quieren conocer sobre mi vida privada, está bien. Manuel es un gran hombre. Quizá no gana lo que ustedes ni tiene un auto del año, pero es un hombre en todo el sentido de la palabra. Ir a la oficina para mí es muy difícil. Siempre son albures y bromas indeseables. Acoso en muchos casos. Así que después de aguantar tanta mierda, volver a casa con un hombre que sí me respeta, se preocupa por mí y, sobre todo, que me escucha es…

Alicia se quedó en silencio buscando la palabra precisa.

—Un refugio —opiné yo.
—Exacto. Y no pienso volver justificar mi relación ante ustedes o ante nadie más.

Después de eso, los cuatro tipos se mantuvieron a raya y cambiaron radicalmente el tema. Alicia se relajó y, al final, tampoco se la pasó mal. Eduardo me invitó una cerveza y tratamos de sacar lo mejor a la situación, pero no pude dejar de pensar que el incómodo incidente no hubiera escalado si, desde la primera señal de acoso, la chica hubiera dinamitado el interrogatorio con esa frase que tanto trabajo nos cuesta: “¿Qué te importa?”.

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