El Príncipe Azul y otros mitos

—Disney arruinó mi vida amorosa— sentenció la otra noche mi amiga Silvia.
—Y la de millones de mujeres —le respondí—. Estoy seguro de que hay un hashtag y todo.
—Pues debería —dijo, mientras yo buscaba en mi teléfono la existencia de dicha etiqueta digital.

Silvia me contó que llevaba saliendo con un tipo cerca de un mes. Sin embargo, su presencia era intermitente y lejana.

—En todo este tiempo no se ha quedado a dormir una noche completa en mi casa; a veces deja mis mensajes en “leído” durante dos días antes de responder y, lo peor de todo, es que el otro día me pidió dinero prestado.
—Qué asco —opiné tras darle un sorbo a mi mezcal.
—¿No te gustó ese mezcal? Pide otro —dijo ella.
—No, me refiero al tipo ese. El mezcal está increíble.
—Ah, claro. Pero lo más asqueroso es que una parte de mí cree que voy a tener eso.

En ese momento señaló a una pareja que se encontraba a unas mesas de nosotros. Una de esas parejas de atracción magnética a las que les imposible dejar de tocarse por un segundo. No importa que uno de ellos se haya levantado para ir al baño, sus manos permanecen entrelazadas hasta que la distancia los obliga a separarse.

—Es como si me hubieran programado para creer que tengo la facultad de cambiar radicalmente a un hombre sólo por mi forma de ser —continuó Silvia—. Pero lo más difícil de reconocer es que amamos a alguien por lo que puede ser y no por lo que es.
—Te enamoras del potencial, no del facto.
—Sí, creo que por eso nunca va a ser suficiente lo que hagamos, y nunca vamos a estar conformes con lo que tenemos.

Ambos dimos un trago a nuestras bebidas y vimos a la chica de la mesa de junto recibir a su novio, que regresaba del baño, como si hubiera vuelto a casa después una guerra. La victoria del Príncipe Azul montado en un flamante corcel blanco tras enfrentar al dragón, bruja, gigante o villano de ocasión.

Por un instante reflexioné sobre el fenómeno y el por qué es tan deseable. Mi primera idea giró en torno a la vulnerabilidad y al sentirse defendido, una dinámica que comparten hombres y mujeres. En los cuentos siempre hay una prisionera encerrada en un castillo esperando a que un caballero la rescate o, en las temáticas dirigidas a los varones, un villano con un cañón gigante apuntando a una población, cuyos planes se ven frustrados por un superhéroe. En ambos casos, vemos a un personaje con facultades atípicas que, se supone, sabrá sobreponerse a la adversidad.

Pero no es así. El origen de la queja de mi amiga incluso va más allá de la ausencia de un salvador. Se trata de una terrible enseñanza de conformismo. De inculcarle a las personas la necesidad de sacar el máximo provecho a un romance mediocre en lugar buscar una alternativa que sí las satisfaga. Esa lógica ha dictado que quien vive en una torre resguardada por una bestia, lo máximo a lo que puede aspirar es que ésta, un buen día, se convierta en un príncipe.

Por fortuna, el modelo está cambiando y, en muchas de sus últimas entregas, Disney sustituyó a sus princesas por heroínas, con lo que, quizá, las próximas generaciones crecerán con una visión más proactiva hacia la vida. Aunque, esa no fue mi principal conclusión:

—No culpes a Disney. El reconocer que eres una princesa encerrada en un calabozo es justamente la llave para salir de él. Si decides quedarte ahí, entonces, lo tuyo es masoquismo.

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